Se cursó una orden, se pulsó un timbre y una mano anónima disparó el proyectil cohete en cuya punta llevaba escrito: ¡Apocalipsis!
Acto seguido, la humanidad enloqueció. No había hombre capaz de contener la aniquilación total. Ni ciencia ni política sirvieron para reprimir lo irreprimible.
Así debía de estar escrito en los inescrutables designios de Dios.
Así lo quisieron los hombres.
Así ocurrió.
Un hongo de fuego radiactivo subió al cielo. La ciudad tembló como sacudida por un seísmo de inmensa magnitud. Se desplomaron los edificios, se abrió el suelo y la tierra tragó ingentes cantidades de seres humanos.